viernes, 12 de septiembre de 2008

Florofondia, la vampira vegetariana



La noche cae en esta ciudad que no calla su boca ni un segundo, las sirenas sustituyen a los grillos del campo y un murmullo interminable arrulla a los indigentes que tienden sus roídas mantas sobre la cantera rosa que apesta a meados de perro, gato y humano. Florifondia sale de su cubículo secreto, con paso lento se aproxima a las húmedas calles que la han visto pasar tantas veces, este maldito animismo que nunca nos abandona hace que las iglesias tiemblen al verla pasar. El destino de nuestra vampira es la plaza principal, inexplicablemente llamada plaza de armas, donde se reúnen todas las hordas contraculturales existentes hasta el día de hoy. Florifondia se sienta en la misma banca desde hace cinco años, pareciera que las nalgas se han marcado en la piedra, y éstas sólo tengan que encontrar el ensamblaje perfecto para hacer una sola pieza con los dos cuerpos. Uno a uno, saliendo de quién sabe donde, sus condiscípulos comienzan a llegar junto a ella. De entre todos los darkistranquis, hay uno que llama la atención, pues no va vestido de negro, ni tiene esos motivos en rojo y morado que a Juan García Ponce gustaban tanto, no, el singular tipo lleva un ajustado pantalón de mezclilla, un suéter verde pasto pisado. Usa lentes que denuncian una ceguera de hace ya varios años, tendrá veintitantos años. Su nombre es Romualdo y es sacerdote, ¿qué hace ahí, junto con todos los vampiritos de media noche? Está enamorado de Florifondia, la vampira vegetariana, esa que no come tacos de tripa, moronga ni hamburguesas de los portales y que camina todas las noches hasta esa plaza. Una vez que la mira ahí, fumando sus cigarrillos mentolados, recuerda su primer encuentro, aquel que marcaría su vida entera. Hace cincos años Romualdo estaba recibiendo los hábitos en Catedral, una muchachita de piel blanca con su playera de Lacrimosa y los labios pintados de negro, cuando su mirada se cruzo con la de ella, sus ojos parecían que le suplicaran que dejara todo ese ritual estúpido y corriera a sus brazos, pero no lo hizo. Mientras se hacia sacerdote su pensamiento estaba entretenido en saber si los pechos serían igual de blancos que sus mejillas. Al terminar la ceremonia, la mamá de Florifondia, señora muy amiga del Obispo, invitó a todos los nuevos soldados de Dios a una comida en su casa. Ese encuentro fue decisivo par que Romualdo quedara prendado de aquella mujer. Pasó el tiempo y junto con él la desesperación de no poder verla se volvió una manía. La siguió buscando por todas partes, hasta que logró que fuera suya, nada difícil, un motelito, unas cervezas y un préstamo de 500 pesos para la pobre muchacha que tenía que pagar su colegiatura. El encuentro fue tan ardiente que Romualdo tuvo que confesarse diez veces, ir hincado por la calzada de San Diego hasta que le sangraran las rodillas y dejar de violar a sus monaguillos por un mes. A pesar de todo, ahí estaba de nuevo, él, queriendo irse de ahí, pues la gente podía hablar, y ella, que lo mismo le daba acostarse con el sacerdote que comerse una zanahoria, lo miraba con esa mezcla entre el desprecio y el deseo que es característico en todas las mujeres que tienen sus nalgas marcadas en las bancas de las plazas de pueblos que se han convertido en ciudades. Florifondia se levantó e hizo una seña para que Romualdo la siguiera, entró al Oxxo del portal y se dirigió a la sección de bebidas refrescantes, él iba detrás. Tomó una sangría y fue rumbo a la caja, mientras que el cura prefirió una Coca-Cola. Se detuvo frente a la señora con mandil rojo y cara de aburrimiento y espero a que él pagara, ¡o terror! Romualdo no traía dinero, Florifondia se enfureció, se acercó a la cara de su enamorado y le escupió el chicle que masticaba, salió del lugar y se quedó afuera de Sanborn’s con un amigo neo-hippie que mientras le mostraba sus collarcitos con una mano, con la otra le agarraba las nalgas. Romualdo miró la escena un minuto, agachó la cabeza, dio media vuelta y se dirigió a la avenida ruidosa que nada sabía de la pena del muchacho. De esto hace ya más de cincuenta años, él viejo Romualdo aún ama a Florifondia, sigue dando misas en Catedral y cada vez que ve a un hippie en la calle una lágrima corre por su mejilla arrugada y gastada por los años y las chaquetas mentales.

Zoom


                                                                   Fotografía de Raquel Almaguer



Un plato de papas con sal, un vaso de agua. Huevos revueltos con salsa roja hecha en molcajete, cebollita finamente picada. Pipían, a ver a quién le toca la pechuga, a ti te tocó un muslo. Las carnitas en tortas de bolillo grande, chiles en vinagre y coca cola. Frijoles con arroz, queso añejo y aguacate, agua de guanábana de sobrecito. Mole negro con tortillas de harina del oxxo. La televisión sonando al unísono con la radio, afuera la campana del basurero acompaña, ¡pero si  hoy no pasa  el camión de la basura! Una, dos, tres mentadas de madre al aire. Adentro el olor a comida de domingo, a ningún olor, a todos los olores. De una a otra casa plano secuencia, vista aérea de las azoteas: bicis oxidadas, andaderas oxidadas, perros ladrando, mundo oxidado. Más allá de esta imagen vemos que la cámara se aleja y se va, se aleja y se va, se va, fin.

Setenta veces siete

Paga el taxi
Paga la luz
Paga el gas
Paga la comida
Paga la escuela
Pegas a la prostituta 
Pegas a tu esposa
Debes la renta
Debes bañarte con agua fría
Debes estudiar para ser alguien 
Debes comer bien y no engordar
Debes orinar parado
Debes sufrir mucho
Debes aguantarte las ganas:
Congratulémonos con los imperativos
Vayamos esta noche a dormir tranquilos.

Con la sensación de que nunca termina

Vino derramándose
sobre un vestido maculado
               De novia dejada,
  mientras los desinvitados 
se acaban el pastel, 
envinado.

Niña 

    y Niño
jugando a dar vueltas
                botella de vino vacía,
mareado el deseo.


Vino blanco, 

transparente sueño del borracho,
duerme usando cualquier escalón de almohada.

Blanca la memoria, 
                 laguna de alcohol.

                               Señoritas desnudas 

lavando sus cuerpos con vino rojo,
                           tinto 
        entre sus piernas.

Música ebria, los oídos llenos de licor:
canción de los que viven eróticamente ebrios,
de los satánicamente liberados.

Inodoro

Me identificoro más y más con los que no conozcoro. Me identifico, no conozco. Y las mujejeres y los hombresbres me siguen sorprendiendo. Mujeres, hombres. Sorpresa. Porquere somos parte del señor que hace los tacos en la esquinara. Los tacos y el señor. Y también del chofere que transitara a penas duras sui generis peseroro. Camión, también, duras poco. Porquere somos los que servimoros de estadísticaras para las cienciosas de hoy día: Unoro, dosoro, tresoro, uno-dos-tres, tres veces tres y siete veces seis, cientoro por cientoro o 545 veces al año. ¡De todos mododoros vamoros a morir! Modos de morir. Igual se entretiene el gatoro con una hebra de hilo. Gato hebra. Entretenidos estamos, tenidos entre que estamos. Porquere somos, somos cosmoros: somos porque.