El que inventó la escritura trajo al mundo un desgarramiento nuevo. Desde entonces hay una manera de tomar la palabra que consiste en secuestrarla: sacarla de contexto y abusar de ella en soledad. El que escribe dialoga fantasmalmente, y al revés de lo que podría suponerse, el que escribe en un periódico está más angustiadamente solo que el más subido a las nubes de los poetas, puesto que no puede inventarse un relleno de posteridad con que colmar la ausencia inmediata de interlocutor. Si quiere hilvanar algo de un día para otro, nunca podrá saber si el lector (suponiendo que exista) leyó la página del día anterior, ni mucho menos si pudo o quiso descifrarla a través de las erratas, esa evidente venganza de los dioses, que siempre han sido ágrafos.
miércoles, 19 de noviembre de 2014
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