Desde las oficinas asépticas, en donde entrego mi vida al dios del salario mínimo, escribo esto. Salgo de casa media hora antes del tiempo acordado por la empresa, la servidumbre voluntaria tiene un límite de entrada pero no de salida. Voy en bicicleta, no por moda sino por necesidad. En el trayecto observo a los automovilistas, noto sus frustraciones viales a través del vidrio opaco que los protege de las réplicas a su imprudencia; miro los aparadores de las tiendas en donde habita fugazmente mi reflejo, fugaz como lo que soy, un destello ontológico semi-voluntario. Los rostros de los otros se esconden en los dispositivos móviles, prisa en las banquetas. Avenidas, semáforos, policías, el viaje es una sucesión de reglamentos que se rompen con facilidad, la física urbana es maleable, véase el transporte público o la influencia dinámica de los funcionarios. Sudo la playera con el deseo de llegar temprano. Llego al periódico, que es donde laboro diario, la silla me recibe con la tristeza del día a día, parece que dijera "otras ocho horas soportando este peso que habla". Ignoro el animismo que me circunda, aunque las cosas quieran hablarme, discutir conmigo, tengo que concentrarme en la monotonía del tecleo, la manipulación de la opinión pública espera por mí. Soy el corrector de estilo.
lunes, 12 de octubre de 2015
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