—Ni en la tumba me dejan de molestar, qué gusto tan retorcido el de molestar a los muertos, ¿no entienden que por eso me suicidé? Me tienen harto, se los escribí en la carta, estoy hasta la madre de sus voces, de todo lo que representan ustedes, los gusanos se asustan con su presencia, no me puedo descomponer a mis anchas, la putrefacción necesita silencio.
—Pero te trajimos el pan que te tanto te gusta y tu botella de mezcal, el de pechuga, hasta una cajetilla de cigarros, la compró Manuelito con sus domingos; estas flores amarillas son para adornar tu sepulcro, acéptalas con cariño, mira que somos tu familia y éste es tu primer año aquí.
—Lo que deberían hacer es irse, dejarme tranquilo de una vez por todas, es lo que quiero, descanzar en paz, llévense su pan y sus flores, el mezcal dáselo a tu amante y fúmate tú los cigarros. Para mí esto no es ninguna bonita tradición, es una tortura, una chingadera, ¡lárguense!
—Eres una mala persona, una mala ánima, siempre lo fuiste, Carlos, penarás por los siglos de los siglos, sin encontrar descanso, rezaré por ti.
—Sí, sí, lo que tú digas, para mí cualquier cosa es mejor que estar al lado de seres tan despreciables como ustedes. Agarren sus cosas y no vuelvan nunca más, dejen que el olvido me abrace, no los necesito, no los quiero.
—Que dios te bendiga...
—¡Vete a al carajo!
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