En esta inercia de los trabajos de los días y las noches, con sus faltas a la moral, las deudas a los amigos, desconsideraciones sexuales y enfermedades de la razón, encontré a más de un espejo que me sonreía y no precisamente en un páramo, sino en una calle llena de camiones urbanos que aceleran por la impotencia del no poder pasar; el nombre de la calle es algún héroe desconocido de la dependencia al chemo o de la revolución de las licuadoras. No hay calles con nombres de guerrilleros, ¿o sí las hay? Si las hay que me las presenten.
Digresión en cada raya de la banqueta, me paro con mi chaqueta en brazo, volteó para uno y otro lado, confundido. Digresión en las otras rayas, las de los choferes que manejan con el culo, de ahí que se les vea la mitad que los divide restregando el parabrisas de sus conciencias, como si la lluvia viniera de adentro de los vehículos, por eso nunca vencen, por eso nunca pasan. Y yo paso junto a mis compadres, les digo, solemnemente, ya me voy, al rato los veo, pero recuerdo que nos habíamos quedado de ver, nos vimos, luego qué, para qué. Recuerdo algo viscoso, ¡ah ya!
Sí, la risa, ese gesto de la inteligencia que lo comprende casi todo, como el gif de Travolta. Digo casi porque me gusta quedarme en la orilla, como el meme ontológico en que se ha convertido la Virgen de Guadalupe o el Cristo de ojos azules que me mira como espía soviético, ahora Rusia, mañana el fin del mundo.
Convencido de que esos espejos que ríen lo hacen sinceramente, aquí, en la Ciudad de México y en Oaxaca, voy. Sí voy, me cae de madres con alas, alacranes que sí, porque el ergo ídem. Agradecimientos a fulano y a perengano, la situación sentimental del hacer literario fue superada por el gesto doloroso de un cantante callejero que me encontré en Uruapan, país mítico suspendido en las rodillas del diablo.
Así llegaron los abrazos compartidos que se agolpaban en la fila al concierto de los hola. Canté, brinqué, incluso intenté desvestirme, pero mi cuerpo hace mucho tiempo que anda por su lado, el lado oscuro hacia Quiroga, con el famoso Don Carmelo (mítico), el de las carnitas.
Pedí cafés con leche, me senté en los segundos pisos para mirar desde arriba las manifestaciones que cerraban las avenidas. Entonces pensé ¿Y si no hubiera carros? Recordé que pronto empezaría algo, ese algodón de azúcar de los encuentros literarios que sólo sirven para que escritores más guapos se lleven los aplausos. Y qué bueno que no pedí ayuda cuando me hundía en el excusado, yo mismo me levanté de entre mi mierda. Soy otro, dije, soy otro, repetí junto a Heráclito, pero este cabrón ya se había puesto en lo oscurito. Yo, el perdido a domicilio, el perdidillo sarniento, el la hago de petardo, el del espejo que ríe, sólo dijo-dije-dicen-decimos: gracias.
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