Respondíamos con chiflidos cuando el profesor decía ¡Cállense bola de imbéciles! Tal vez tenía razón cuando utilizaba dicha nomenclatura. Y es que durante la clase entera habíamos estado más ocupados en las piernas de Ana, quien se sentaba hasta adelante y nos mostraba esos pilares dignos del esplendor griego, que en la geometría de Euclides. Miguel era el nombre del maestro, le faltaba caracter y le sobraba estómago. Años después me lo encontraría en las calles del centro, flaco me contó de su diabetes y de la próxima amputación de su pie izquierdo. Intenté sentir pena por él pero no fue así. Él aún daba clases en el mismo lugar, me imagino que con el mismo método pero no con el mismo cuerpo, seguramente seguía llamando imbéciles a sus alumnos distraídos. ¿Qué pasó con Ana la de las piernas largas y blancas? Se casó y tuvo cinco crías, fertilidad consecutiva, para que no se aburran los niños, decía. Se separó y ahora mantenía a toda la familia incluida la suegra, pues la señora estaba enferma y Ana es de buen corazón, el hijo esposo malagradecido que se fue al pretexto norte. Ella seguía igual de hermosa y era mesera en un ubicuo Sanborns, sólo que ahora tenía hijos y mantenía a una señora que escupía flemas más verdes que el traje de los asquerosos soldados asesinos que nos protejen de ellos mismos. La visité un par de veces, no más, no me gustan las aglomeraciones infantiles ni las suegras ajenas. Miguel y Ana son ese tipo de personas que parecen pasar inadvertidamente por la vida de uno, y sin embargo hay una lección por aprender, una importante lección, sólo hay que saber ver en lo cotidiano el mensaje oculto de las cosas. ¿Qué papel representaré en la vida de los otros?
jueves, 9 de octubre de 2014
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