Cientos de personas fueron arrestadas la tarde de ayer cuando se manifestaban en el centro histórico de esta ciudad. Se habla de decenas de desaparecidos pero aún no hay una cifra exacta. Las autoridades locales y federales han cercado el lugar y ningún medio tiene acceso a información confiable por el momento.
La marcha comienza y avanzamos gritando consignas al unísono. Los de adelante llevan los brazos enlazados, como si formaran una cadena de acero, como si nos protegieran a los de atrás con este gesto. No importa, lo importante es el acto, lo fáctico de la solidaridad, hoy más que nunca y que siempre nos sentimos unidos, somos algo indivisible, el ejército espontáneo del pueblo ha despertado. Jóvenes, niñas, muchachos lampiños con su uniforme de la secundaria, taxistas, mujeres embarazadas, muchachas con libros, ancianos, albañiles, médicos, van todos alzando la mano con el puño cerrado y diciendo: ¡Ya basta! Percusiones, trompetas y trombones, saxofones, chirimías, aplausos, las voces humanas cantan la canción de la rebeldía, y la cantan bien. No sé cuántos somos, cien, mil, un millón. Exagero porque no tengo conciencia de cuántos han salido desde el punto de encuentro y de cuántos se han unido durante el trayecto. Jamás se había visto una protesta tan grande. El sonido de la manifestación cimbra la tierra como si un gigante marchara al compás de un tambor de guerra. No hay desorden, pero tampoco hay quien esté guiando, es la inercia del descontento generalizado que se armoniza, que genera este animal colectivo; feroz animal que puede matar y hacer mucho daño si así lo quisiera, pero no lo hace, sólo muestra las garras y los colmillos. Los policías nos observan. Los soldados nos observan. De repente, un silencio, las armas caen al suelo, los uniformados se unen a la larga marcha que acontece, el monstruo vuelve a rugir, con más fuerza y seguridad, con nuevos bríos.
Gas lacrimógeno, macanas, balas de goma, ¡corre que te dan!, puertas cerradas, golpes y más golpes, patadas, trancazos, perros ladrando, perros acercándose, ¡si yo no vengo con ellos jefe!, el suelo es la única salida. Ahora las balas son de verdad, matan.
Son las cinco y media, la cita era a las cuatro, pequeños grupos de personas se acercan tímidamente al lugar. La marcha será pequeña, los policías y los soldados nos amenazan con las miradas de esbirro, algunos nos escupen insultos para provocarnos. A lo mucho somos cincuenta personas protestando por todos, por aquellos que tienen miedo, por aquellos que nos encaran y nos dicen que somos unos huevones buenos para nada, por estos principalmente. Aún así, a pesar de las adversidades, seguimos avanzando, seguimos pensando que las cosas serán diferentes. Porque no nos olvidamos de los desaparecidos y torturados, del dos de octubre y el 26 de septiembre, soñamos el mejor de los sueños: la paz. Y a pesar del desprecio social y el señalamiento infundado esperamos la larga marcha, aquélla que transformará esta realidad que no se aguanta. Entonces un disparo.
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