Llovió, los planes cambiaron, nunca algo definitivo o acabado. Esa noche brincamos charcos, Cuévano se bañó para recibirnos, nosotros fuimos la tempestad pero se nos acabó la fuerza y el dinero, cien pesos de tortillas con carne para los cinco, El Paisa II olía a dos cuadras; en la taquería un individuo se cayó en la entrada y se golpeó la nuca, sonó como un slap, primero no reaccionó pero después despertó y vomitó. Al otro día, con los calcetines mojados y el dolor de espalda porque el asiento de un carro difícilmente puede ser una cama, seguimos el trayecto hacia ninguna parte. Cuevas, túneles, olor a orines, un montón de jóvenes ebrios que se excitan con las canciones de Molotov y gastan el dinero de sus papás, coronas de flores en la cabezas de las muchachas, harto arte hay. El monumento metálico del Quijote fue ultrajado una y otra vez, para esos son las estatuas. Pobre Rocinante inanimado, en su lomo cargaba las borracheras de una generación huracán. Música en las calles, monedas en los estuches, coopera para la causa etílica, coopera por favor, coopera que aquí espantan. El concierto como teleología. A pesar de la multitud y la falta de baños, popó pipí, escuchamos, y vimos poco, a la banda de los hombres que están fuera de la ley. Casi al final llegó la Sandunga, valió la pena lo mojado, apretado, taloneado, rechazado; sí, después de las ráfagas de viento vino la música y el vino. El regreso nocturno y las casetas de cobro.
viernes, 6 de noviembre de 2015
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