Hay un perro que de tan sucio parece viejo, pero es joven y mueve la cola, lo llaman Diógenes, vive feliz en la plaza del Carmen, come lo que le dan, sigue a los pobres y los pobres lo siguen a él. Evita a los protectores de animales, él está en su reino, sin muchas necesidades.
Se equivocan los que piensan otra cosa, son necedades de gente loca, Diógenes sabe lo vanidosas que son las personas, ayudan para verse bien ante los demás, jamás es gratis su amistad. Los otros envidian la libertad del perro, por eso lo quieren apresar y darlo en adopción, la cárcel de una familia bien. Pero Diógenes es más listo y no lo han podido atrapar.
Son otros perros los que viven tristes. Trabajan día y noche, van en sus coches, intentando ser felices. Si al menos tuvieran la lástima pública de esta ciudad, como Diógenes, pero no, esta ciudad los ignora, lastimada por tantas bombas de indiferencia. Ah, perros que no son perros, a pesar de comer carne a diario no están contentos, como Diógenes, el perro, el verdadero.
Una señora vestida de negro que carga bolsas y lanza denuestos a los paseantes, le da comida a Diógenes casi todos los días, y cuando le entra el recuerdo, habla de su difunto esposo con el perrito, le cuenta de aquel tiempo hermoso, de los años en que aún vivía su marido, porque el perro le recuerdo al muerto. Ambos se hacen compañía.
Mueve la cola, ése sin raza, aparentemente no tiene dueño, lo único que tiene es un poco de sarna y mucho de sueño. Porque los perros sueñan. A Diógenes no le tocó psicoanalista, es más afortunado con la señora de las bolsas, la que dice groserías a los transeúntes.
En la misma plaza en que habita el perro y la señora de negro, todavía se encuentran magos y prostitutas. Diógenes les regala su amistad, ellos le dan una caricia distraída, el chiflido de los también solos pero contentos. Diógenes es rico, y ladra de felicidad cuando te ve pasar.
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