Subí a la azotea para ver el humo que oscurecía la mañana, con esa calma fúnebre de los panteones las nubes iban haciéndose más grandes y más negras; pude observar que la mitad de la ciudad estaba destruida, como si el pie de dios hubiera pasado por ahí, la cantera se convirtió en polvo. El viento traía un olor como de carne chamuscada, el sabor a sangre se me metió en la boca y llegaba a la garganta. No quise prender la radio ni la televisión, tampoco revisé las redes sociales, nada de internet. Las sirenas de ambulancias y patrullas me lo dijeron todo, antes había escuchado la explosión, también sentí cuando se cimbró la tierra.
Vi a mucha gente correr, algunos lloraban y otros gritaban "¡terroristas, terroristas!", tuve ganas de decirles que se callaran, pero no sabía porqué, quizá sólo un impulso, o tal vez un odio contenido. En ese momento el vecino salió por la ventana, él ya había revisado las cifras, me informó que eran más de trescientos muertos y miles de heridos. Dos camiones repletos de explosivos estallaron en el Centro Histórico de Morelia. Hasta el momento ningún grupo extremista se atribuía los atentados, pero se hablaba de los fundamentalistas religiosos que no pueden faltar en estos menesteres, "los malditos destruyeron la catedral", dijo con impostura el informante improvisado.
Entonces recordé que hace unos años pasó lo mismo en Somalia, aunque en ese momento a muy pocos les importó la tragedia, creo que la distancia y la falta de curiosidad aminoran las desgracias, forcé la memoria para mirar otra vez esos cuerpos quemados que estaban entre los escombros, incluso oí de nuevo la explosión, y ahí fue cuando ya no supe distinguir entre el ahora y el ayer, entre aquellos muertos y estos cadáveres frescos que aún nadie fotografiaba. Corrí por mi cámara y me dirigí hacia allá.
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