Tengo la impresión de que la mayoría de las personas, en algún momento de su vida, han deseado la desaparición de la especie, el exterminio total ipso facto de este virus llamado humanidad, que de ídem tiene muy poco.
En ese morderse la lengua se generan las imágenes sangrientas del fin del mundo, un apocalipsis en donde el único espectador es el imaginante gore; ¡A la mierda con la vida!, así habla el odio que surge de uno mismo en el momento menos inesperado, lo he visto/escuchado en la mirada de la señora que le reclama al chofer del transporte público el cambio del billete de cincuenta pesos que le dio al subir: "No se haga el que la virgen le habla", cuando en realidad quisiera decir: "¡Muéranse todos, raza maldita!".
Tal ideación destructiva proviene de la impotencia ante el abuso de autoridad, desde el hogar castrante hasta el estado acosador, del papá golpeador al presidente de la república que regala las (cada vez menos) riquezas del país ante la mirada atónita de los ciudadanos de a pie; la gente se muerde la lengua para no estallar en improperios contra los que supuestamente tienen la razón, o la ley, confusión consuetudinaria.
El poder se ejerce en un interminable proceso de prueba y error, más error que otra cosa, erratas que benefician, misteriosamente, a unos, muy pocos, y perjudican a la gran mayoría. Ocurre en cualquier nivel del edificio de las relaciones de los unos con los otros, edificio elitista y sin opciones de crecimiento.
Desahogarse un poco, creer que las cosas se arreglarían si no existiéramos, porque sin nosotros no habría película, una opción al alcance de cualquiera. Lo único que me parece abominable de estas hecatombes en potencia, lo que sí no tolero, es que los perritos, gatitos y otras especies resulten dañadas en el pensamiento de uno de estos vengadores anónimos, ojalá que los deseos mortuorios sólo vayan dirigidos a los bípedos sin plumas.
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