La primer biblioteca que tuve, de más de cien libros, me la regaló Humberto Arturo Puente (Huberto Puente Gonzalez). En ella había títulos de filosofía, literatura, teosofía, ciencia, misticismo, pornografía e historietas. Escogí los textos que me gustaron y los otros los vendí en el auditorio, me mantuve un año de la carrera con lo que saqué de tal transacción.
Humberto Puente, alias Pavarotti, fue mi maestro en el Colegio de San Nicolás, y más allá. Daba la materia de Geografía Política en la sección de intermedios a la que yo asistía más o menos regularmente. Nos hicimos amigos desde el principio, es decir, desde que yo entré a San Nicolás, fue uno de esos espíritus rebeldes que siempre tienen algo interesante para decir, conocía filias y fobias de sus compañeros de trabajo, en clase contaba anécdotas de fulanito y sutanito, relacionaba el conflicto de la península de los Balcanes con las locuras sexuales de la maestra de psicología.
Juntos regenteábamos el cine club del Aula Mater, era 2003 y el mundo era igual de inmundo que hoy. Pueblo de madera, El ciudadano Kane, El ataque de los payasos asesinos del espacio exterior, M el asesino, Intolerancia... Cinéfilo empedernido, no pude más que seguirlo en la adoración del séptimo arte.
Gracias a Puente conocí las fabulosas Heavy Metal, Rambla, Metal Hurlant y otras compilaciones de historietas internacionales que en nada se parecían a DC y Marvel. Nunca olvidaré sus playeras gigantescas con dibujos obscenos y su voz aguda, inconfundible, en medio del patio de la preparatoria #1 de la UMSNH: ¡Apúrense que la película comienza y ya no se abren las puertas!
Nos emborrachamos muchas veces en mi casa de Prados Verdes, casi siempre con un cóctel de charanda, leche condensada y chocolate, también fumamos mota y hablamos de un mundo mejor. Me motivó a escribir en la revista El Zorro, él fue uno de mis personajes en la pastorela que escribí en aquellos tiempos preparatorianos. Confió en mí como nadie lo había hecho hasta entonces, nunca olvidaré su fabuloso humor negro y las regañadas que me dio por mis arrebatos políticos y literarios.
De él heredé el amor/odio por los gatos, unos cuantos libros que aún conservó con cariño, la ironía exacerbada y las ganas de mandar a todos a la chingada. Yo sé que su misantropía era más histriónica que real, aunque tuvo muchos desengaños, seguía viendo a unos cuantos amigos con cariño, los pocos que le sobrevivían.
Este 2017 salimos a comer varias veces, no quería agarrar taxi porque ya se sentía chido para caminar, había tenido complicaciones de salud, pero, según él, las superó. Eso sí, adelgazó harto y su piel tenía el color amarillo de esos muebles viejos que estaban en el cuarto que le servía de oficina, entre periódicos viejos y sus amigos felinos. Vivía muy cerca de la avenida Lázaro Cárdenas, su casa amenazaba con venirse abajo, sólo fue amenaza.
La última comilona que nos aventamos fueron las pizzas de Rocio Díaz, le gustaron mucho y hasta se echó un vasito de vino. En el camino me contó que muchos de sus conocidos se habían muerto, creo que llevaba una lista con nombres y toda la cosa. No sé si me estaba avisando de algo, soy muy torpe y no le puse atención.
Antonio García Ahumada publicó en esta red del terror que Humberto había muerto, justo hoy que me sacaron sangre en el Hospital Civil y ahí pensaba, entre tanto pinche sufrimiento, en ese destino inevitable al que todos nos dirigimos. No me agüito, porque sé que Puente debió tomar con humor su último adiós, tal vez esté leyendo todas estas mentiras que cuento sobre él y en una de ésas resucita sólo para dejarme en ridículo, para desmentirme una vez más. Cómo me gustaría que así fuera, ya sé que estoy pidiendo demasiado, pero a las personas que uno quiere no se les deja ir tan fácil. Carnal, suerte en el viaje cósmico en el que andas, levanto mi mano izquierda, con el puño cerrado te digo hasta luego.
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