Te amo con todo mi corazón encarcelado, estas palabras me parecieron las precisas para comenzar la carta que te escribo desde Mil Cumbres, ignoro si algún día la leerás, seguramente será revisada por ojos ajenos, pero me ilusiono pensando que son los tuyos los que se posarán sobre este montón de letras que intentan ser un abrazo, un beso de esa boca que hoy siento tan lejana. ¡Basta Cristina!, me digo para no hacerme caso, porque aquí sigo, escribiendo lo que pasó aquel veintiuno de marzo, mi crimen de primavera. Supe que los vecinos quemaron la casa esa noche, según ellos fue para eliminar las malos espíritus, gente estúpida sin vida propia, les di motivos para hablar, un poco de emoción en sus aburridas vidas. Cholita la de la tienda me lo contó, ha venido a verme tres veces, ella entiende: "son cosas que pasan, mija, nadie está libre de tropezar"; me confesó que varias veces estuvo a punto de hacer lo mismo, aunque ella nunca tuvo el valor, yo también la comprendo. Te extraño más de lo que te extrañaba antes, y bueno, el encierro conduce a la melancolía.
Asesiné a las niñas para que estuviéramos juntos, sólo los dos, solos en la soledad de la pareja, sabes que me gusta mucho la poesía, a ti nunca te gustó, no importa, lo dijo Cholita, no somos perfectos. Creí que si ellas se iban tú regresarías, fallé en mi cálculo. Aunque no me arrepiento de nada, arrepentirse es hipócrita, lo hice y ya. Estaba harta del llanto y los berrinches, no podía más con las peleas por el control de la televisión, que si las muñecas, la caca del perro, la tarea. Sin ti hasta el pan con leche de las ocho me daba náuseas, el papel de mujer resignada me venía muy mal, era demasiado para alguien como yo. El trabajo me volvía loca, la rutina me comía las ganas: maestra por la mañana, dentista por la tarde, mamá de noche. Y lo peor era que todo me alejaba de ti. Tú te ausentaste porque ojos que no ven, y ya ves, ahora soy una mala madre, loca e insensible, bruja del demonio, me he convertido en una historia nota roja, en una primera plana que nadie recordará después de dos semanas, cuando ocurra alguna otra tragedia. No quería que nuestras hijas sufrieran, en serio, les ahorré miles de penas, simplemente no llorarán más, comparado con lo que les esperaba, lo sé, sangre fría. Si hubieras estado para detenerme, tampoco es que te culpe, ni siquiera sé dónde estás ahora, te digo que te amo sin saber si leerás esto, con tu presencia las cosas serían de otro modo. Tarde es, anocheció en la esperanza, sigo con este poetizar lo horrible.
¿Que cómo las maté? Las llamé a la sala y les dije que tenía preparada una sorpresa para ellas, la condición era que se tiraran en el piso y cerraran los ojos, se emocionaron tanto. Acostadas por tamaño, en orden descendente, de grande a chica: Ana, Lucía e Itzel, con sus diez, ocho y seis años, se veían tan bonitas. Primero les di fuerte en el cráneo con el martillo que saqué de tu herramienta, dejaste tantas cosas; para que no se escaparan les rompí las rodillas, tuve que actuar rápido pues los gritos las asustarían más, no soy una insensible, además de que no quería llamar la atención de los vecinos, tú sabes lo chismosos que son. Se convulsionaban del dolor, no hubo resultados, ninguna de las tres murió al instante como lo había planeado. Decidí repetir la dosis, cabeza y nuca, incluso garganta. Sus cuerpos se retorcían como si hubieran recibido una descarga eléctrica, pero la muerte no llegó.
A Lucía le tocaron más martillazos, tal vez porque siempre fue la más gritona, o quizá por gordita, dicen que la grasa les amortigua los golpes, pobrecita. Le di tan duro como pude, utilicé la parte del martillo con la que se sacan los clavos, la piel se le desgarró, la policía encontró jirones de piel. Es muy difícil matar a alguien, el cine nos engaña. Como cuando quisimos dormir al gato que nos envenenó la vecina, a pesar de que estaba moribundo no cedía, tuviste que romperle el cuello, es que tú eres más fuerte, yo soy débil, siempre lo fui. Por eso utilicé la bufanda que me regalaste, la morada con elefantes, cómo me gustaba esa prenda, no me dejaron traer nada a la cárcel. Tardó como veinte minutos en dejar de respirar, pobre Lucy, se aferró tanto a la vida, la ahorqué durante cinco minutos o más, o no sé, uno pierde la noción del tiempo, ¿por qué mejor no les di veneno como al gato?
Anita vio morir a sus dos hermanas más pequeñas, no se movía, era una espectadora muda, quedó como desmayada, con los ojos abiertos, me dio miedo verla así. Cuando asfixié a Itzel sentí que Ana quería decirme algo, tal vez sólo fue mi imaginación, de su boca salía sangre y en uno de sus estertores escuché la palabra mamá, ¿intentó detenerme? Antes de terminar con ella tomé un respiro, matar cansa, te digo que no es fácil ser un verdugo. Por un momento consideré dejarla viva, no por arrepentimiento sino porque las fuerzas me fallaban.
Después del breve descanso le dije creyendo que me escuchaba: "Hija, esto que hago no es malo, sólo apresuro lo inevitable, tu papi nos dejó y no quiero que ustedes repitan la historia de abandono que hoy vivo, te quiero mucho, mi chiquita", siguió empecinada en su silencio, parecía inerte, no parpadeó, sin embargo aún respiraba. Puse la bufanda en el cuello de Ana y apreté duro, con ella fue rápido, adquirí algo de experiencia. Mira lo que hice, estoy contando esto como si fuera cualquier cosa.
Texto que apareció en La Voz de Michoacán como parte de un cadáver exquisito.