viernes, 5 de junio de 2015

Morelia

  Había una vez, hace mucho tiempo, una ciudad hecha toda de cantera, hasta los corazones de sus habitantes eran de piedra, rosa pero piedra. La gente que aquí vivía estaba muy orgullosa de su acueducto que no llevaba agua a ningún lado, pero se veía bello, hermoso, sublime, algo digno de ser el patrimonio cultural de la humanidad. También existía en esta urbe una catedral muy grande, la más grande de América, sus torres con su campanas recordaban a cada hora, sin retardo, lo guapa que era esta ciudad. Sus edificios coloniales, como cárceles antiguas, eran enormes, majestuosos, para que los ladrones no pudieran entrar en ellos, y servía también para que los turistas alzaran la cabeza al pasar por ahí, admirando la belleza en las alturas, no se daban cuenta de los pobres que pedían limosna en cada calle. Un olor a orines perfumaba el ambiente, el drenaje a las tres de la tarde aderezaba este olor de por sí ya pútrido. Era una ciudad de poetas falsos, de artistas que lo eran únicamente de nomenclatura; realizaban festivales cada semana, ya no sabían qué festejar, no se cansaban de la alta cultura ni tampoco de los edificios que olían a orines a las tres de la tarde, eran muy cultos. Las autoridades de este lugar aprovechaban la distracción del espectáculo constante y robaban a manos llenas, dejando a la ciudad de los artistas sin presupuesto para los festivales. Entonces ocurrió lo inevitable. Ya no había festivales, los músicos empeñaban sus instrumentos, los poetas trabajaban en los periódicos, los bailarines bailaban folclore, los dramaturgos vinieron a menos y se hicieron políticos. Era la decadencia, inevitable destino del que derrocha sin guardar algo para después. Un día, cuando celebraban paupérrimamente un aniversario de algo, no recuerdo qué, a alguien se le ocurrió poner unas bombas al lado de la catedral y en otros lugares muy transitados, tal vez fue una venganza de algún pobre que se hizo terrorista. Las granadas estallaron matando a decenas de personas. En los periódicos, donde escribían los poetas, escondieron la noticia, sin embargo la gente de otros lugares se dio cuenta y ya no visitaron más a la ciudad. Sólo algunos aferrados permanecieron en el sitio, esperando que las campanas sonaran de nuevo, éstas jamás volvieron a vibrar y la ciudad se murió de olvido.

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