lunes, 10 de diciembre de 2018

Salven al león

2001, mi encuentro con el Festival Internacional Cervantino (FIC), la odisea de un morgueliano atolondrado, le entré al mochilazo por primera vez en ese año de torres derribadas, me di las tres en el rock and roll, no sin algo de miedo, ese miedo que comienza en las rodillas, sube por la espalda y se te atora en la garganta; viajé con 100 pesos en la bolsa de mi pantalón de mezclilla y un montón de ganas de echar desmadre y escuchar a La Maldita Vecindad, banda ponchada que estaba anunciada en el campo de la Yerbabuena, paraíso jipiteca que me dio, entre otras cosas, el poderoso tambor, una novia viajera y el aprecio por mi tierra, por mi casa a la distancia, pero vayamos allá, al recuerdo, tanque y rol.

Llegué a Guanajuato por la noche, no podía pagar un hotel con mi flaco presupuesto, así que una de las bancas del jardín que está enfrente del Teatro Juárez sirvió para mis nocturnos propósitos, había lleno total en plazas y lugares públicos de Cuévano (cf. Ibargüengoitia), tuve suerte de encontrar ese lugar en medio del total desmadre. Dormí a pesar del frío, estaba muy cansado, tardé 5 horas en llegar mi destino, fueron tres aventones, por suerte llevaba una chamarra gruesa y dos cambios de ropa que se convirtieron en almohada en esa estructura de metal. Al otro día desperté con el chorro frío de agua que un jardinero poco atento me regaló. Era el momento de conocer el FIC, de hacer nuevos compas y talonear el desayuno, ¡nada me detendrá!, dije para mis ingenuos adentros, desde pequeño me echo porras a mí mismo, cachún-cachún.

Luego luego, afuera de la Comercial Mexicana, encontré a unos tamboreros, escuché el llamado de la percusión y me uní a la tribu urbana. Eran tres vatos de Irapuato, no sé si tocaban bien o mal, sólo sé que en ese momento había encontrado la solución a mi falta de presupuesto, en seguida me ofrecí como ayudante, un profesional del gorro, porque a ellos les daba pena pedir dinero, situación que resultó en mi provecho. La vergüenza se queda afuera cuando el hambre aprieta. "¿Gusta cooperar? De a cinco y de a diez todos traen".

Mis nuevos amigos acampaban en la Yerbabuena, ¡vaya vaya, hijos de su puta madre! El gobierno del estado les había dado casas de campaña recicladas de las lonas de la última elección, todos los mugrosos fuimos beneficiados. La Yerbabuena es una unidad deportiva que se convirtió en un complejo multijipiteca, calculo que había ahí unas 500 personas, qué digo personas, eran artesanos, videntes, músicos, malabaristas y choreros. También les regalaban comida diariamente y los conciertos eran gratis, no sé quién realizó tal gestión, pero se la sacó para mear y sin salpicar.

Para no hacer largo el cuento, más largo, sólo diré que pude convivir con los Malditos en la prueba de sonido, fumé mucha mota y decidí, en ese momento, que la música sería mi amiga para siempre. También me tocó escuchar a Enrique Bunbury (que no me gusta para nada, aunque sí topaba a los Héroes del Silencio), Estopa y un montón de grupos más, entre chafas y xhidos, eso sí, todo gratuito. El rollo de chocolate es que el Cervantino llegó a su fin. Yo ya me había hecho notar con la comunidad jipiosa, taloneaba mejor que cualquiera, era amable y podía hablar con soltura, estaba morro, para algo sirvieron las lecturas y los estudios truncados, Declamador sin maestro.

El último día del Cervas, la banda comenzó a organizarse para viajar hacia la playa, no había pacheco que no tuviera esta ruta: Pátzcuaro, con su Noche de Muertos, música electrónica en Santa Clara del Cobre y luego, of course, Marihuatan (Maruata para los pocos entendidos en las artes del THC). Enseguida me ofrecí como guía por las tierras michoacanas, "pueden caer a mi casa", les dije, oferta jugosa que la mayoría gandalla aprovechó. No sabía bien qué estaba haciendo, cuando se organizó la salida eramos más de veinte marcianos, mujeres, niños y hombres con collarcitos, incluyendo el jipiteca alfa, El Barbas.

Llegamos a Morelia, hoy Morguelia, no sabría decir cómo, pero llegamos, los veinte más algunos refugiados encontrados en el camino. La casa de Prados Mueres se convirtió en un hostal que a todas horas esparcía el humo verde la vida sin semilla. Taloneamos dos días y salimos hacia Pátzcuaro, que nos recibió con los brazos abiertos, para esto ya llevábamos un espectáculo de tambores, fuego y canciones en una lengua improvisada, circo maroma y mota. La neta del planeta es que estuvo muy xhingón el trayecto. Lo difícil vino cuando comenzamos a bajar hacia la playa, la Tierra Caliente no es un territorio sencillo, pero lo logramos. En Nueva Italia nos llevaron a una boda y el novio terminó enamorado de una de las bailarinas, la cosa se solucionó con una mentira, le dijimos que la xhava tenía sida. En fin, llegamos a Lázaro Cárdenas por la ruta de Arteaga, putamadral de curvas, vómitos y padresnuestros.

Y es en Lázaro Cárdenas donde está el corazón de esta historia, corazón de león. Tardamos mucho en movernos del puerto, la gente cooperaba machín al escuchar las percusiones, llevábamos viajando casi un mes y el ensamble sonaba, si no bien, de menos organizado, por eso nos estacionamos ahí, además un nativo se enamoró del Barbas, el jipie alfa, situación que aprovechamos muy bien, el vato tenía dinero y no dudaba en gastarlo con nosotros. Amor de verano por el ano. 

El grupo de los veintitantos se hizo pequeño, quedamos sólo los taloneros, diez o doce, los otros se habían ido derechito a Maruata, por la Panamericana, querían recibir el año nuevo en estas míticas playas, de tortugas y soldados. Los demás acampamos en Playa Eréndira, ahí nos prestaron una enramada, ayudábamos en lo que podíamos a la señora del lugar y, a cambio, ella nos prestaba agua para bañarnos (es un decir), frijolitos por la mañana y sobras de pescado por la tarde. Lo mejor es que nos quedaba muy cerca del centro de Lázaro, donde, como dije, triunfamos cual Juan Gabriel.

En estas caminatas de la playa a la ciudad hicimos varias rutas, eran como 5 kilómetros de andada, comenzamos a buscar atajos, caminos alternos para fumar en el trayecto. En esas estábamos cuando nos topamos con una casa abandonada en medio de la vegetación tropical, nos acercamos para chismear y entonces ocurrió lo inimaginable, escuchamos el rugido de un león, ¡no mames! Primero creímos que la mota de la costa estaba muy buena, y sí, pero luego volvimos a escuchar el rugido. Había un felino enorme en una jaula al lado de la casa, se veía muy flaco, como si no hubiera comido en días, el grito del león era una llamada de auxilio, estaba en la inanición el pobre uei de la selva (que ni en la selva vive, no mamen). Por suerte traíamos comida, atunes, pan, algo de agua, le dimos toño-tigre, de animal a animal. Nos veía con agradecimiento, pero también con desconfianza. El felino atrapado en una miserable jaula en Lázaro Cárdenas. Nos organizamos y dimos aviso a las autoridades, quienes primero no nos creían, luego, de tanto insistir, llegaron con la prensa y el show que se acostumbra en estos casos tan mexicanos. Recuerdo que hasta salió en los periódicos locales, el cabezal decía algo así como "Hippies salvan a León de narcocasa abandonada".

Desconozco a dónde se llevaron al león, a pesar de que preguntamos por él, entre policías, burócratas de Sagarpa y otros funcionarios se echaron la bolita de pelos, sólo dijeron que el león estaba bien, en un lugar seguro. Aunque nos sentimos satisfechos por nuestra acción, y en especial yo, pues fui el que insistió a los otros para ayudarlo, pues los otros jipitecas tenían miedo de que nos acusaran de maltrato animal o tráfico de especies prohibidas, al último no supimos cuál fue el destino del pariente de Simba, he aquí el sacadón de onda. Eso sí, en la enramada de Playa Eréndira nos premiaron con una camaroniza, chelas y hasta las hamacas nos prestaron durante algunas noches.

No llegué a Marihuatan como los demás, agarré otra ruta y decidí irme a Zihuatanejo, pueblo de mis amores y las Yolis, me separé de la manada, con el dinero que había ahorrado del talón pude pagarme un cuarto y me di unas verdaderas vacaciones. El regreso a Morguelia fue terrible, viajé, otra vez,  por Arteaga, no paré de encontrarme con policías, malosos y curvas que me hicieron regresar a la realidad.

Y en ese regreso pensé en el león, en lo que había sufrido, tan lejos de su casa, de los suyos; me sentí triste en el último aventón, pero también me dio gusto saber que ese viaje al Cervantino tuvo un propósito, salvar a dos animales, al felino, a pesar del desconocimiento de su destino final, y a mí, porque sólo con este periplo pude entender lo bien que está uno bajo el techo conocido, por muy humilde que éste sea. Moraleja: No tiren basura, culeros.  

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