martes, 23 de febrero de 2016

El Oyente

¿Es esto un diario arrancarse pedazos de oreja? El carro que pasa, su motor avisa, va el golpe 201 dB. Qué pasa calva baza, por qué te metes en mi cabeza con tu patológica conversación, no me interesa saber si tu tumor es más grande que una nuez y que te lo sacarán el viernes; y tú, la que va sentada a la derecha del chofer, maldita seas, maldita tu voz y el fruto grasoso de tu vientre: ¡quita el altavoz de tu teléfono! Máquinas con bocinas, perros ladrando, coches y motociclistas, el biciclista y su aguda campanita, tilín tilín. La ciudad es mitad autódromo, mitad rastro. Gritan como si los estuvieran matando, para qué nacen, para qué se casan y tienen bulliciosos hijos. También hablo de los run run: arrancan, se van sin decir adiós, son violentos necios tercos, atropellan, pasan por encima de uno, dos, tres transeúntes a la vez. Queda el eco del ruido y el rojinegro rastro de su paso: un daño irreversible en el asfalto, una marca gasto innecesario en la dermis del cemento. No alcanzan los oídos para este rugir tremebundo que es el mundo. Los actuales Ángeles del Infierno ya no traen dos llantas ni pañuelos en la cabeza, ahora utilizan el motor alterado de la cheyene del año: vayacorridos, nalgatón, semosmuchos, muyjuntos, juntititos. Hippies con tambores en la plaza, su mugroso sonido al que no se le puede decir que no, el berreo de la trova en los cafés casi parisinos, el badajo de las campanas que se une a la orgía sonora. Las charlas del bla bla, los murmullos in crescendo, el cuchicheo ubicuo, el escándalo como principio primordial. Vociferan los otros: "Escúchame, es que no me escuchas". Farmacias con bocinas para atraer a los sordos, botargas y muchachas que dan papeles publicitarios, el alboroto de la promoción. Multitudes yendo y viniendo, haciendo sonar sus zapatos contra el suelo, zapateado, y no a tiempo. Los sonidos extraños al masticar sus crujientes alimentos, la tiranía de la vulgaridad suena. Flatulentos oradores son parte del alboroto, todo proselitismo es un vocerío. Eructó esa bestia, éste de acá rechina los dientes, el de más allá le pega a la mesa. ¡El gas, el gas! En la noche es peor, las serenatas, el tren, las patrullas y ambulancias, hay una estridencia generalizada porque las esferas se rompieron, sólo queda el fragor de la melodía. ¿Oír? La lucha es contra la tranquilidad, aquello de que la muerte es el único descanso adquiere sentido si y sólo si el más allá es inaudible.

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