sábado, 3 de enero de 2015

Avetón al otro lado

  He viajado de aventón desde hace quince años, el famoso mochilazo. Sé que es un acto temerario, la temeridad más que una virtud es un defecto. Ayer, cuando viajaba juntos con mis amigos rumbo a Zihuatanejo, comprobé que las cosas han cambiado para mal. La gente ha dejado de tener confianza, los medios de comunicación masiva han triunfado, todos contra todos, nadie es de fiar, cualquier persona te puede atacar, que se acabe la solidaridad, mejor viajar en tu carro solo, sin que nadie te moleste. Tardamos mucho en salir de Morelia, decidimos tomar un taxi hasta la caseta de Zirahuén. En el trayecto nos tocó ver un accidente, no lo vimos en el momento del impacto, sin embargo cuando pasamos el polvo aún estaba levantado y no había llegado ninguna ambulancia y/o patrulla, como yo iba de lado izquierdo y tenía las mochilas encima mis compañeros no pudieron ver nada, pero el taxista y yo vimos aquello. No sé si exista esta palabra, aquello era un "accidante", espectáculo dantesco: fueron tres muertos. Tres muertos que tal vez iban de vacaciones, como nosotros, a relajarse un poco. En vez del descanso encontraron otra cosa. Acá algo de lo que alcancé a ver. Una señora estaba prensada dentro del carro, tenía atravesados un montón de metales y vidrios, sangre por aquí y por allá, la cabeza como si estuviera a punto de separarse del cuerpo; un hombre, al parecer joven, estaba en la parte de atrás, en realidad no puedo explicar la posición que tenía, como si un gigante lo hubiera hecho bolita y con odio lo arrojó allí cual plastilina; la tercera víctima estaba afuera del carro, como a un metro, era una mujer, creo que de menos edad que la primera, tal vez fue la que sufrió menos, ¿cómo puedo saberlo?, se veía menos violentada que los otros dos cadáveres. El taxista dijo dos o tres cosas acerca de la velocidad y la precaución, yo sumé más muertes a mi bitácora. Cuando llegamos a la caseta no fue fácil salir de ahí, tuvimos suerte hasta la de San Ángel Zurumucapio, un aventón nos llevó hasta Feliciano, la caseta que divide a Michoacán y Guerrero. El trayecto fue horrible. Imposible quitarme la imagen del "accidante", y lo fue porque la pareja que manejaba la camioneta venía a una velocidad increíble para el tipo de vehículo que traían, de 120 a 150 kilómetros por hora, rebasando a quien se le ponía enfrente. Uno y otro se turnaban al volante, venían hablando por celular, se abrazaban, reían, era algo grotesco. Sentí miedo, en quince años no había sentido ese miedo a morir, a quedar embarrado, destrozado sobre el pavimento. Recordé los cuerpos sin vida que había visto antes, me imaginé a mí y a mis amigos en el momento del impacto, cómo nos identificarían, quién iría por nosotros, esas cosas que duelen pensarse, más cuando se piensan en la parte trasera de una camioneta vieja que viaja a todo motor. Y bueno, aquí estoy, escribiendo esto, la magia del recordar, sí, un poco de ficción, porque ¿cómo compartirles, sin mentir, lo que sentí? Sólo diré-escribiré que aquí hay muy poco de fantasía.

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